La manera más popular de entender el orden temporal de las cosas es que simplemente suceden a la vez para todo el mundo. Dos amigos están en la orilla de un lago, y uno tira una piedra. El suceso de tirar la piedra ocurre a la vez para los dos. Puede haber diferencia de opiniones en otros aspectos del suceso, pero si uno tira la piedra y el otro ve tirar la piedra, entonces seguro que los dos coinciden en que la piedra es la misma, y se tiró en el mismo instante.
Einstein introdujo la relatividad a principios del siglo XX para acomodar uno de los primeros fenómenos conocidos que no acababan de ir bien con el ejemplo de la piedra: la luz, o mejor dicho, la propagación en el campo electromagnético. En efecto, cuando las cosas van muy rápido, ya no suceden a la vez para todo el mundo. Reformemos el ejemplo: uno de los amigos, en vez de coger la piedra, coge al otro amigo, lo levanta y lo lanza a una velocidad cercana a la de la luz (barbaridad). Desde el momento que uno es lanzado, y el otro queda en tierra, sus visiones del mundo pasan a ser completamente diferentes. Para no dejar eso de las “visiones del mundo” como si el que vuela estuviera alucinando, especifico: para ambos las cosas suceden en momentos diferentes.
Esta precisamente es la novedad que nos ofrece la relatividad especial: el tiempo no es una magnitud rígida e independiente de los observadores, sino que depende de la velocidad del observador, y de la del cuerpo observado en relación con la del observador. Concretando, si yo estoy parado, el tiempo pasa lo más lento que puede pasar. En cuanto empiezo a caminar, correr, volar… digamos que el tiempo se une a mi velocidad, y al final de mi carrera los que se quedaron parados me ven más jóven porque para ellos pasó más tiempo, y para mí menos.
Por ejemplo: se estima que un piloto de vuelos comerciales que se haya pasado sus 20 años cruzando el Atlántico, sea una diezmilésima de segundo más joven que los que se quedaron en tierra. En la película de ciencia-ficción “El planeta de los simios” los astronautas regresan a una Tierra del futuro porque han estado perdidos en el espacio a velocidades relativistas (cercanas a la luz). Lo que en la tierra fueron siglos, para ellos fueron años.
Dicho esto, se hace evidente que sabemos mucho de los viajes al futuro. Todos estamos en ese viaje. La única diferencia es que el que corre, viaja más rápido, y por tanto envejece menos en relación a los que están parados. ¿Y qué sabemos de los viajes al pasado? Nada. Lean lo que lean, nada. O por lo menos nada que haya alcanzado un cierto respeto en la comunidad científica general. Aunque si alguna vez pudiera hacerse, tenemos maneras de darnos cuenta de que estamos viajando al pasado. Hay cosas en la naturaleza que sólo tienen un comportamiento para el futuro, y el contrario para el pasado. El ejemplo que voy a poner es cómico-surrealista pero espero que sirva para dar la idea: Suponga que está usted bajando por la calle Real en dirección al Arenal y llega una nave extraterreste y le raptan. Se lo llevan al espacio. Entonces usted se pregunta si está viajando al futuro (como siempre ha hecho) o al pasado (gracias a cierta tecnología que desconocemos). La forma de averiguarlo es la siguiente: pida amablemente un café con leche a sus raptores. Si el café y la leche siguen mezclados y se ve el líquido uniforme marrón que todos conocemos, entonces es que usted está viajando al futuro. Si en cambio usted ve que la leche se separa del café, como antes de juntarlos, entonces no le quepa duda de que viaja al pasado. Un fenómeno tan sencillo como la mezcla de sustancias es el perfecto indicador de la dirección del tiempo.
El tiempo es como chicle, pero un chicle que se estira sólo comparando los movimientos de dos observadores entre sí. ¿Cómo afecta esto a nuestra vida cotidiana? De ninguna manera, porque nuestras velocidades son insignificantes como para que se note el efecto. Hoy la relatividad sólo sirve para entender las partículas subatómicas, y mañana quién sabe si nos llevará lejos, manteniéndonos jóvenes.
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