Como suceden en espacios de tiempo lo suficientemente separados, y en lugares tan diferentes, parece que nos olvidemos de una vez a la siguiente de la importancia de los fenómenos sísmicos en la vida de muchas personas. Las dos últimas navidades se han visto marcadas por dos desastres sísmicos sin precedentes para nuestra generación. En diciembre de 2003 se derrumba Bam, una preciosa ciudad fortificada en Irán, tras sufrir un terremoto de 6.7 grados en la escala de Richter. Más de 40000 personas perdieron la vida bajo los escombros de sus casas de barro. Este año la noticia por todos conocida es el maremoto del sureste asiático que todavía no nos ha dado un balance final de víctimas.
Las zonas que sufren movimientos sísmicos con mayor frecuencia son aquellas próximas a los bordes de las placas tectónicas. Estas placas se solapan unas a otras para cubrir la superficie terrestre dejando bajo ellas el magma incandescente. Como norma general, se puede decir que las placas oceánicas solidifican magma en las zonas más profundas del océano, desplazando lateralmente las placas hasta que acaban por volver a deslizarse hacia el magma cuando fuerzan su entrada por debajo de las placas terrestres. Este forcejeo entre placas es el que produce de forma local un terremoto. Una teoría que llegara a la esencia del asunto necesitaría conocer cómo resisten el empuje y se deforman capas que ocupan medio océano, cómo rozan con otras capas y cuándo alcanzan el límite de tensión antes de desplomarse. Todavía estamos lejos de saber todo esto. Al mirar un mapa histórico de los distintos terremotos de una zona, nos parece que el fenómeno sea aleatorio. Lo mismo sucede con las erupciones volcánicas. A lo largo del tiempo aparece una aquí, otra allí… como si fuera al antojo del Creador. Se cree que hay más que azar detrás de estos fenómenos, pero todavía no ha cuajado una teoría que aunque no nos avise del momento exacto, al menos nos indique la probabilidad de que suceda en un intervalo de tiempo determinado.
Con los maremotos, el temblor se produce bajo el agua, provocando perturbación que se propaga a la superficie del mar, y radialmente hacia las costas. Mientras está en alta mar, la velocidad de propagación es de unos 500km/h, y la amplitud de la ola es corta hasta el punto de que los barcos en alta mar apenas la perciben. Cuando la propagación se aproxima a las costas, estas dos magnitudes se invierten: La velocidad decrece hasta los 50km/h, y la amplitud de la ola aumenta hasta las decenas de metros, rompiendo con violencia en la costa.
Antes del reciente desastre, el único país que había tomado medidas de prevención era Estados Unidos, con boyas y sistemas de detección suspendidos en el agua a 5km de profundidad. Distribuyeron estos carísimos aparatos por zonas profundas cercanas a Alaska y California. Ahora los gobiernos de los países afectados por el reciente maremoto quieren montar un sistema semejante, que dé aviso de sirena por todas las playas a tiempo para que la gente se ponga a salvo en zonas más elevadas, o más al interior. Los satélites también pueden hacer su parte, detectando leves cambios en la reflexión de la luz sobre el océano, y tal vez en el futuro, detectando cambios de presión en el agua.
El resto dependerá siempre de los ciudadanos, que deben tratar este fenómeno como inevitable. Plantear una arquitectura y una distribución urbanística acorde con este fenómeno, y realizar simulacros de evacuación de costas son medidas imprescindibles para hacer una prevención efectiva. Más información y nuevas tecnologías nos irán ayudando a convivir con la cara más dura de nuestro querido planeta. Todavía queda mucho por hacer.
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