Justo en el año 1800 publicaba Volta los primeros resultados sobre su pila eléctrica. Desde entonces hasta hoy, las baterías han alcanzado calidades excelentes como la todavía reciente batería de iones de litio, que hoy tienen casi todos los teléfonos móviles. A pesar de lo cara que es, su rendimiento hace que de sobra merezca la pena. Pero hay un uso de las baterías que hasta finales del siglo XX había quedado desechado: el de fuente de energía potente y limpia.
Me explico: los usos que hemos dado a las baterías, de momento, son principalmente para aparatos de baja potencia; pequeños dispositivos eléctricos que tienen por lo general un bajo consumo como relojes, teléfonos, marcapasos, ordenadores… ¿Pero podrían usarse baterías para llevar lejos y con suficiente velocidad a un coche? ¿Podrían servir para levantar aviones? Entiéndase por suficiente velocidad aquella que no haga desesperar al viajero. En esta línea de investigación nos encontramos con las llamadas células de combustible, que son como las pilas que todos conocemos, pero con características muy especiales.
Una batería convencional tiene productos químicos en su interior que a su vez tienen un cierto potencial químico entre sí. Cuando entran en contacto por mediación de cierto tipo de conductores, la corriente eléctrica circula de uno al otro, hasta que sus potenciales quedan igualados. Entonces tenemos dos posibilidades: tiramos la batería (en un punto verde a ser posible), o la recargamos (en caso de que el tipo de batería lo permita).
Con las células de combustible no sucede lo mismo. Los productos químicos entran continuamente en ellas, de forma que nunca se consumen. Siempre que haya entrada de los productos necesarios, habrá salida de corriente eléctrica. Para que todo esto sirva de algo, los productos en cuestión deben hallarse abundantemente en nuestro entorno. Así, la mayoría de las células de combustible usan hidrógeno como combustible y oxígeno como comburente. En 1899, Nernst observa una elevada conductividad de oxígeno de la zircona dopada con ytria. En 1937, Bauer y Preiss obtienen de este sistema una reacción de combustión con una peculiaridad: no tiene llama. Sin embargo el rendimiento es mucho mayor que aquel que proporcionaba el motor de combustión interna. En esta línea de desarrollo, las células de combustible prometen ser a la vez sustitutas de turbinas, plantas de potencia que alimentan ciudades, y baterías para coches, ordenadores etc… Pilas para todo.
Sin embargo, todavía tenemos varios problemas por resolver antes de disponer de forma generalizada de las células de combustible. Es fácil imaginar que el oxígeno es fácil de obtener, simplemente bombeando aire en la cámara del cátodo. ¿Pero de donde sacamos el hidrógeno? No suele haber tubos de hidrógeno con extensiones a nuestras casas, o a las gasolineras. Nos servimos de un aparato suplementario que se llama reformador, que se sirve de hidrocarburos o alcoholes para obtener el necesitado hidrógeno. Pero claro está, esto tiene un coste. Los reformadores pueden llegar a calentar excesivamente la célula de combustible, si se encuentra suficientemente cerca. Pero todavía es más grave que por disociar este hidrógeno, pasemos a emitir otro tipo de productos no deseados.
El 80% del hidrógeno es aprovechado como energía eléctrica. Ahora bien, si este hidrógeno es obtenido por mediación de un reformador, el rendimiento cae hasta el 40% en el mejor de los casos. Luego, el motor eléctrico con inversor (que rinde al 80%), hace que el rendimiento final sea como mucho del 32%. Mucha energía perdida en el camino desde la reacción química hasta el movimiento de nuestro coche. Evitar este gasto es precisamente el camino que nos queda por andar. No es una quimera, sólo cuestión de tiempo.
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